No harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas bajo tierra.
Libro del Éxodo, 20, 4
Una encuesta realizada en 2005 por el mismísimo Vaticano arrojaba el siguiente dato: solo un 3% de los fieles se ha leído la Biblia. Lo más desesperante de esto no es que el restante 97% se proclame seguidor de una religión sin conocer sus preceptos (es como si yo contrato ADSL en mi casa sin leer el contrato...aunque eso es más arriesgado, sobre todo de cara al bolsillo). No, lo realmente enervante es que esos mismos fieles condenen determinados actos sin darse cuenta de que ellos también pueden estar haciéndolo.
Si se me permite la broma, como diría el Reverendo Lovejoy: "Si tuviéramos que hacer caso a todo lo que dice la Biblia, técnicamente nos estaría prohibido hasta ir al baño". Porque las sagradas escrituras tiene preceptos muy poco populares, o incluso contradictorios. Pero una cosa deja clara: la representación de imágenes está totalmente prohibida.
Maldito el hombre que haga una obra esculpida o fundida, producto de manos artífices, abominación para el señor.
Deuteronomio, 27,15
Ahora pongámonos en la piel de alguno de los primeros padres de la Iglesia: Clemente de Alejandría, San Anastasio, Gregorio Nacianceno, y, sobre todo, San Basilio de Cesarea Imaginemos que tenemos que divulgar una religión, junto con sus preceptos más atractivos: el amor, la bondad al prójimo, y la luz. ¿En que mente cabría dejar a un lado el arte, vehículo y motor principal de la cultura? Ellos sabían que era la forma más fácil de difundir sus creencias, y que iba a resultar imposible contener la manifestación artística de sus figuras religiosas. Y fueron inteligentes, y no solo no lo hicieron: es más, lo impulsaron.
¿Qué más daba? Total, ¡solo un 3% se daría cuenta de la táctica!
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