domingo, 16 de diciembre de 2012

¿Musicoloqué?




Se acerca la Navidad. Escribo esto como si no nos hubieran avisado ya los titilantes adornos de las calles y los villancicos machacones, que habrían provocado que Beethoven hubiese dado las gracias al cielo por haberse quedado sordo. Pero de alguna forma tenía que comenzar esta entrada para lo que voy a contar, y esta me parecía una forma sencilla. Aunque también es verdad que, explicándolo  lo estoy complicando. Mejor voy al tema, e introduzco un punto y aparte. Ahora.

Esto viene a colación de que la navidad trae algo que aborrezco con toda mi alma; y no es otra cosa que las comidas familiares. No es que sea el Grinch y odie al resto de la humanidad, pero, al igual que todo hijo de vecino, las comidas con ciertos miembros de la familia sacan lo peor de mí. Sobre todo cuando me sacan los dos temas más peligrosos que me pueden sacar: mi vida sentimental y mi vida profesional. De la primera no hablaré, porque esto no es Sálvame Deluxe ni quiero que lo sea. Pero voy a la segunda porque, ¡por fin!, tiene algo que ver con la música.

Después de casi tres años de carrera, estoy más que acostumbrado a que la gente no sepa lo que hago, incluso cuando se lo intento explicar. No me suele molestar ya que la gente, en su desconocimiento, se limita a asentir a mi respuesta como autómatas. El problema radica cuando el interlocutor es una persona de confianza (o eso cree ella), e intenta ahondar más en el tema, creyendo que resulta campechano y agradable, inconsciente de que está despertando mis más profundos instintos homicidas.

Hay, pues, tres grandes "hits" de la ignorancia hacia mi carrera, que listo a continuación en orden de menor a mayor en cuanto a lo que pueden llegar a crisparme los nervios.

En 3º puesto tenemos a esa mujer ilusionada hasta el extremo con lo especial de estas fechas, que tras explicarle en qué consistía mi carrera con total claridad (o eso creí, llegó a decirme, presa del furor navideño: "ay, ¡pues tócame algo!" Antes de que pudiese malinterpretar su petición, aclaró: "¡un villancico, o algo. Pero delante de toda la familia." Mi negativa consistió en un silencio sepulcral. Cualquier cosa que pudiese haber dicho habría ido acompañada de, al menos, dos improperios por segundo.

En 2º puesto se coloca ese tío-abuelo lejano (y tan lejano), que sin saberlo abre la caja de Pandora con la siguiente frase: "y aparte de eso, ¿qué estás haciendo?". En esta ocasión no pude callarme: "bueno, musicología es una carrera. Una carrera, como las demás." Si evité contestarle de mala manera fue que al menos el buen hombre fue educado; pero desearía que no lo hubiera sido para así tener un pretexto para lanzar la tempestad sobre él.

Pero sin duda, el ganador de esta inusual competición de burradas metafísicas se lo lleva otro familiar, aún más lejano que el anterior, que me lanzó el argumento más punzante con el que jamás me he encontrado:

"Bueno, pero los Fitos y Fitipaldis y El Arrebato hacen música, y ellos no estudiaron la musicología esa que tú estudias."

En vez de responder, aprendí una valiosa lección, que me enseñó mi hermano que estaba situado justo detrás del familiar citado escuchando toda la conversación. Tapándose la boca con la servilleta, ocultó la risa que había estado a punto de soltar.

En ese momento aprendí que no valía la pena enervarse por la ignorancia ajena, y que bien podía emplear esa energía para otras cosas. Como por ejemplo, ser musicólogo. Y ser cínico. La próxima vez que me pregunten sobre mi carrera, contestaré que nos dedicamos a buscar al próximo Johann Sebastian Bach, como si fuéramos una secta o algo parecido. Y, tras eso, sonreír educadamente. Al menos será una sonrisa de verdad.

martes, 11 de diciembre de 2012

El arte de la religión


No harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas bajo tierra.
Libro del Éxodo, 20, 4 

Una encuesta realizada en 2005 por el mismísimo Vaticano arrojaba el siguiente dato: solo un 3% de los fieles se ha leído la Biblia. Lo más desesperante de esto no es que el restante 97% se proclame seguidor de una religión sin conocer sus preceptos (es como si yo contrato ADSL en mi casa sin leer el contrato...aunque eso es más arriesgado, sobre todo de cara al bolsillo). No, lo realmente enervante es que esos mismos fieles condenen determinados actos sin darse cuenta de que ellos también pueden estar haciéndolo. 

Si se me permite la broma, como diría el Reverendo Lovejoy: "Si tuviéramos que hacer caso a todo lo que dice la Biblia, técnicamente nos estaría prohibido hasta ir al baño". Porque las sagradas escrituras tiene preceptos muy poco populares, o incluso contradictorios. Pero una cosa deja clara: la representación de imágenes está totalmente prohibida.

Maldito el hombre que haga una obra esculpida o fundida, producto de manos artífices, abominación para el señor.
Deuteronomio, 27,15

Ahora pongámonos en la piel de alguno de los primeros padres de la Iglesia: Clemente de Alejandría, San Anastasio, Gregorio Nacianceno, y, sobre todo, San Basilio de Cesarea  Imaginemos que tenemos que divulgar una religión, junto con sus preceptos más atractivos: el amor, la bondad al prójimo, y la luz. ¿En que mente cabría dejar a un lado el arte, vehículo y motor principal de la cultura? Ellos sabían que era la forma más fácil de difundir sus creencias, y que iba a resultar imposible contener la manifestación artística de sus figuras religiosas. Y fueron inteligentes, y no solo no lo hicieron: es más, lo impulsaron. 

¿Qué más daba? Total, ¡solo un 3% se daría cuenta de la táctica!

martes, 27 de noviembre de 2012

Esceptiscepticismo



Allá por el lejano siglo II de la Grecia clásica brotó, entre otras muchas, una corriente de pensamiento. Se llamaba el escepticismo, y sus defensores, los escépticos.

Los escépticos tenían una opinión contraria a la visión moralista del arte. Los escépticos pensaban que era perjudicial, que no aportaba nada a la conciencia humana y que toda emoción que pudiese provocar en el hombre no era más que una superstición. Los escépticos arremetían con especial interés contra la música, proclamando que la aplicación de la teoría que lo rodeaba era fugaz e innecesaria. Los escépticos creían firmemente que, en realidad, la música no existía, sino solo sus impresiones: por lo que al final acababa reducida a una ilusión, una quimera creada por la mente humana.

Los escépticos, en definitiva, eran gente aburrida y frustrada.

Pensando en esto seriamente: ¿hasta que punto tenían que estar cansados de todo lo que les rodeaba para llegar a creer este tipo de cosas? La única respuesta posible es que tenían mucho tiempo libre. Demasiado. Quizá no les habría venido mal del todo ayudar un poco a los esclavos en sus tareas para mantener la cabeza ocupada. Está claro que una mente pensante nunca es una mente feliz: y la única vía de escape que le queda es arremeter con todo lo que encuentra, hasta tal punto que se llega a cuestionar su propia realidad.

Lo admito. Si yo no tuviera internet, probablemente ahora también sería escéptico. Pero, gracias al cielo, ese no es el caso.

Volviendo al tema, he hecho un profundo ejercicio de comprensión y he intentado entender cómo pensaban estos filósofos para tratar de realizar un comentario inteligente (o aceptable, al menos). Me he creído que la música, al no ser producida más que por la experiencia humana, en realidad no existe en absoluto. Que la naturaleza no produce música sino sonidos aleatorios, y que no los necesitamos; y cualquier intento por ordenarlos mediante un sistema es una pérdida de tiempo.

Pero ya llegados a este punto, en el que no nos queda música, ¿por qué detenernos aquí? Vayamos más allá y digamos que el sentido del gusto, el saborear una buena comida, también es una ilusión pasajera; que la vista es engañosa y todo lo que vemos no es real, sino inabarcable y ficticio; el tacto, los recuerdos, el odio y el amor... todo falso, todo inútil. No tenemos manera de saber si es real, y por tanto, nos es imposible creernos si existe de verdad.

Y, cuando no queda más que la vida, lo último que acaba perdiendo el sentido es la muerte.


lunes, 5 de noviembre de 2012

El publico musical


El otro día, en clase de improvisación, habíamos decidido dejar nuestros instrumentos a un lado para intercambiar anécdotas de diversa índole musical. La que contó el profesor (o una de ellas) me llamó especialmente la atención: acudió a un concierto de Kronos Quartet, un cuarteto de cuerda que se caracteriza por realizar versiones de temas del último siglo con esa orquestación. En ese concierto en concreto, tocaban un popurrí (o medley, si nos ponemos estupendos) de canciones de dibujos animados. Estaba claro que no se trataba de algo convencional, y por eso mismo tanto los artistas como el público lograban contener la risa a muy duras penas. O al menos, casi todo el público. Una señora de considerable edad se dio la vuelta, toda airada, y con un gesto muy directo indicó a los que tenían detrás (uno de ellos era mi desafortunado profesor) que se callasen. No parecía comprender que, a pesar de que esos señores iban vestidos de trajes y tocaban instrumentos de una orquesta sinfónica, no tenían el mismo aire de sobriedad que podría tener otro tipo de concierto.

Inmediatamente me acordé de una escena del libro de Patrick Rothfuss, El temor de un hombre sabio, que tiene como protagonista a un joven llamado Kvothe: mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y músico. Y como tal, la novela está plagada de referencias y reflexiones musicales, que adornan el increíble entramado del mundo de fantasía de esta obra. Así pues, copio aquí una de ellas, que aunque es un poco larga merece mucho la pena pensar en ella. No añadiré nada más después, pues considero que, tras la lectura, todo lo que pudiese decir sería inutil. Os dejo con Kvothe.


sábado, 3 de noviembre de 2012

Declaración de principios



Todo es música.

Esto puede resultar confuso. Intentaré explicarme.

El canto de los pájaros. El murmullo apenas audible entre dos personas. Una sinfonía de Haydn. Una taladradora. El eco de un niño al lanzar su voz al pozo, para que vuelva a él apenas segundos después. El tamborileo nervioso de unos dedos sobre la madera. El sonido del viento jugando con los arboles, el del terciopelo acariciado, el del beso.

Quizás con esto, la premisa inicial ha quedado aún más emborronada. Volvamos a intentarlo.

¿Y si la concepción que tenemos los seres humanos de la música es la equivocada? Si apenas podemos ver más allá de nuestros ojos sin ayuda de aparatos mecánicos que nos ayuden, ¿cómo podemos esperar que nuestro pensamiento, que no deja de ser un campo delimitado por nuestro aprendizaje, abarque algo tan abstracto y efímero como la música? ¿Y es más, que la catalogue, que la rodee con vallas, que agrupe los sonidos matemáticamente y los denomine con etiquetas tan poco aclaratorias como "fa" o "la"?

Por supuesto, estoy jugando a ser catastrofista. Claro que podemos hacer eso. Es más, nuestra naturaleza nos empuja a hacerlo: a intentar dominar todo aquello que alcanzamos a percibir, aunque sea muy vagamente. Pero tendemos a pensar que la música es solo aquello que podemos explicar bajo los conceptos que nosotros mismos hemos inventado. Y, peor aún, ¡que solo es música lo que tiene suficiente grado de antigüedad! En todo el transcurso de la historia de la humanidad, la mayoría ha rechazado siempre las vanguardias, temerosos de que el pasado al que están aferrados vaya a cambiar. Pero el cambio es inevitable, y la historia siempre avanza, aunque no vivamos lo suficiente como para darnos cuenta.

Confío en que ahora haya despejado las nieblas de mis palabras y se vean con total claridad. Aunque, siendo sincero, prefería la primera explicación. No es que sea un poeta, un tahúr o un loco.

Perdón, me retracto. Quizá sí esté un poco loco. No obstante, ¿no estamos todos los músicos un poco locos?

Puede que, para nosotros, la música lo sea todo. Sí; eso es, sin duda, lo que quería decir desde un principio.

Iñigo del Valle