El otro día, en clase de improvisación, habíamos decidido dejar nuestros instrumentos a un lado para intercambiar anécdotas de diversa índole musical. La que contó el profesor (o una de ellas) me llamó especialmente la atención: acudió a un concierto de Kronos Quartet, un cuarteto de cuerda que se caracteriza por realizar versiones de temas del último siglo con esa orquestación. En ese concierto en concreto, tocaban un popurrí (o medley, si nos ponemos estupendos) de canciones de dibujos animados. Estaba claro que no se trataba de algo convencional, y por eso mismo tanto los artistas como el público lograban contener la risa a muy duras penas. O al menos, casi todo el público. Una señora de considerable edad se dio la vuelta, toda airada, y con un gesto muy directo indicó a los que tenían detrás (uno de ellos era mi desafortunado profesor) que se callasen. No parecía comprender que, a pesar de que esos señores iban vestidos de trajes y tocaban instrumentos de una orquesta sinfónica, no tenían el mismo aire de sobriedad que podría tener otro tipo de concierto.
Inmediatamente me acordé de una escena del libro de Patrick Rothfuss, El temor de un hombre sabio, que tiene como protagonista a un joven llamado Kvothe: mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y músico. Y como tal, la novela está plagada de referencias y reflexiones musicales, que adornan el increíble entramado del mundo de fantasía de esta obra. Así pues, copio aquí una de ellas, que aunque es un poco larga merece mucho la pena pensar en ella. No añadiré nada más después, pues considero que, tras la lectura, todo lo que pudiese decir sería inutil. Os dejo con Kvothe.
Le arranqué dos notas punteadas al laúd y observé que el público se inclinaba hacia mí.
Acaricié una cuerda, la afiné ligeramente y empecé a tocar. Cuando solo habían sonado
unas pocas notas, todos sabían ya qué canción iban a escuchar.
Era «El manso». Una canción que los pastores llevan diez mil años silbando. La más sencilla
de las melodías sencillas. Una canción que cualquiera podría entonar. Un crío. Un majadero.
Un analfabeto.
Era, para decirlo sin rodeos, música folclórica.
Se han escrito un centenar de canciones basadas en la melodía de «El manso». Canciones
de amor y de guerra. Canciones de humor, tragedia y lujuria. Pero no toqué ninguna de
esas versiones. No me interesaba la letra, sino la música. Solo la melodía.
Miré hacía arriba y vi a lord Mandíbula de Cemento junto a Denna, haciendo un ademán
desdeñoso. Sonreí mientras iba sonsacándole la canción a las cuerdas de mi laúd.
Pero al poco rato, mi sonrisa fue volviéndose forzada. El sudor empezó a brotar en mi frente.
Me encorvé sobre el laúd, concentrado en lo que hacían mis manos. Mis dedos corrían,
danzaban, volaban.
Toqué con la dureza de una granizada, como un martillo golpeando una pieza de latón.
Toqué con la suavidad del sol sobre el trigo en otoño, como el tenue temblor de una hoja. Al
poco rato, empecé a jadear a causa del esfuerzo. Mis labios dibujaban una línea fina y
descolorida.
Cuando iba por el estribillo intermedio, sacudí la cabeza para apartarme el cabello de los
ojos. Unas gotas de sudor salieron despedidas describiendo un arco y salpicaron la madera
del suelo del escenario. Respiraba hondo, y mi pecho subía y bajaba como un fuelle,
esforzándose como un caballo que corre hasta el agotamiento.
La canción inundaba la sala de notas limpias y diáfanas. Estuve a punto de equivocarme
una vez: el ritmo vaciló apenas un instante... pero me recuperé, seguí adelante y conseguí
terminar la última frase, pulsando las cuerdas con suavidad y dulzura pese a lo cansados
que tenía los dedos.
Entonces, cuando ya era evidente que no podía continuar ni un momento más, resonó el
último acorde y me derrumbé en la silla, agotado.
El público me dedicó un aplauso atronador.
Pero no todo el público. Dispersas por el local, una docena de personas se echó a reír;
algunos golpeaban las mesas y daban pisotones en el suelo mientras lanzaban gritos de
júbilo.
La ovación cesó rápidamente. Hombres y mujeres se quedaron parados con las manos en
alto, contemplando a aquellos miembros del público que reían en lugar de aplaudir. Algunos
parecían enojados, y otros, confundidos. Era evidente que muchos se sentían ofendidos, y
un murmullo de desaprobación empezó a recorrer la sala.
Antes de que pudiera iniciarse una discusión seria, toqué una sola nota aguda y levanté una
mano, reclamando de nuevo la atención del público. Todavía no había terminado, ni mucho
menos.
Me puse cómodo e hice rodar los hombros. Rasgueé las cuerdas, ajusté la clavija suelta y,
sin ningún esfuerzo, me puse a tocar mi segunda canción.
Era un tema de Illien, «Tintatatornin». Dudo que lo hayáis oído. Comparado con las otras
obras de Illien, es una rareza. En primer lugar, no tiene letra. En segundo lugar, pese a ser
una canción de amor, no es tan pegadiza ni tan enternecedora como muchas de sus
melodías más conocidas.
Pero sobre todo, es condenadamente difícil de tocar. Mi padre la llamaba «la canción más
bonita jamás escrita para quince dedos». Me hacía tocarla cuando me veía demasiado
orgulloso de mí mismo y consideraba que necesitaba una dosis de humildad. Baste decir
que la practicaba con bastante regularidad, a veces más de una vez al día.
Así que me puse a tocar «Tintatatornin». Me apoyé en el respaldo de la silla, crucé los
tobillos y me relajé un poco. Mis manos se movían despreocupadamente por las cuerdas.
Después del primer estribillo, inspiré hondo y di un breve suspiro, como un muchacho
encerrado en su casa en un día soleado. Mi mirada empezó a pasearse por la estancia,
aburrida.
Sin dejar de tocar, me removí en el asiento, buscando una postura cómoda y sin
encontrarla. Fruncí el ceño, me levanté y miré la silla como sí ella tuviera la culpa. Volví a
sentarme y me sacudí con expresión de fastidio.
Mientras hacía todo eso, las diez mil notas de «Tintatatornin» corrían y brincaban. Entre un
acorde y el siguiente aproveché para rascarme detrás de una oreja.
Estaba tan metido en mi papel que me dieron ganas de bostezar. Di el bostezo sin
contenerme, y abrí tanto la boca que estoy seguro de que los que estaban en las primeras
filas pudieron contarme los dientes. Sacudí la cabeza como si quisiera despejarme, y me
enjugué los ojos, llorosos, con la manga.
Entretanto, seguía sonando «Tintatatornin». La enloquecedora armonía y el contrapunto se
entrelazaban y a ratos se separaban.
Y todo ello impecable, dulce y fácil cómo respirar. Cuando llegué al final, juntando una
docena de enredados hilos musicales, no hice ningún floreo. Dejé de tocar, sencillamente, y
me froté un poco los ojos. Sin crescendo. Sin saludo. Nada. Hice crujir los nudillos
distraídamente y me incliné hacia delante para guardar el laúd en el estuche.
Esa vez se oyeron primero las risas. Eran los mismos que se habían reído antes, y silbaban y
golpeaban las mesas con más estrépito que la vez anterior. Mi gente. Los músicos.
Abandoné la expresión de aburrimiento y les sonreí con complicidad.
Momentos después llegaron los aplausos, pero fueron dispersos y titubeantes. Antes de que
se hubieran encendido las luces, ya se habían disuelto y el murmullo de las discusiones los
habían absorbido por completo.
Cuando bajé los escalones, Marie corrió a mi encuentro, con la risa pintada en el rostro. Me
estrechó la mano y me dio unas palmadas en la espalda. Ella fue la primera, pero muchos la
siguieron, todos ellos músicos. Antes de que me quedara atrapado, Marie entrelazó su brazo
con el mío y me guió hasta mi mesa.
—Caramba, muchacho —dijo Manet—. Aquí eres como un pequeño rey.
—Pues esto no es nada comparado con la atención que suele recibir —comentó Wilem—.
Normalmente todavía lo están vitoreando cuando vuelve a la mesa. Las mujeres le hacen
caídas de ojos y cubren su camino de flores.
Sim miró alrededor con curiosidad.
—La reacción de la gente me ha parecido... —buscó una palabra— heterogénea. ¿A qué se
debe eso?
—A que nuestro joven Seis Cuerdas es tan afilado que casi se corta —respondió Stanchion,
que había venido hasta nuestra mesa.
—¡Vaya! ¿Usted también lo ha notado? —preguntó Manet con aspereza.
—Calla —dijo Marie—. Ha sido genial.
Stanchion suspiró y meneó la cabeza.
—A mí no me importaría saber de qué estáis hablando —dijo Wilem un tanto molesto.
—Kvothe ha tocado la canción más sencilla del mundo y ha hecho que pareciera que hilaba
oro con un copo de lino —explicó Marie—. Luego ha cogido un tema musical de verdad, una
pieza que solo unos pocos de los que están hoy en este local podrían tocar, y ha hecho que
pareciera tan fácil que se diría que un niño podría tocarla con un silbato.
—No voy a negar que lo ha hecho con gran habilidad —admitió Stanchion—. El problema es
cómo lo ha hecho. Los que se han puesto a aplaudir después de la primera canción se
sienten imbéciles. Piensan que se ha jugado con ellos.
—Es que eso es lo que ha pasado —dijo Marie—. Un intérprete manipula a su público. Esa es
la gracia de la broma.
—A la gente no le gusta que jueguen con ella y hagan chistes a su costa —replicó Stanchion
—. Es más, le molesta. A nadie le gusta que le hagan bailar al son que otro toca.
—En realidad —intervino Simmon sonriente—, los hizo bailar con el laúd.
Todos se volvieron hacia él, y a Simmon se le apagó un poco la sonrisa.
—¿No lo pilláis? Los hizo bailar. Al son del laúd. —Bajó la vista hacia la mesa, se le borró del
todo la sonrisa y se puso colorado—. Lo siento.
Marie soltó una carcajada.
—Es como si hubiera dos públicos, ¿no? —dijo Manet hablando despacio—. Están los que
saben suficiente de música para entender el chiste y los que necesitan que les expliquen el
chiste.
Marie miró a Manet e hizo un gesto triunfante.
—Eso es exactamente —le dijo a Stanchion—. Si vienes aquí y no sabes suficiente para
entender el chiste por ti mismo, te mereces que te regañen un poco.
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