lunes, 5 de noviembre de 2012

El publico musical


El otro día, en clase de improvisación, habíamos decidido dejar nuestros instrumentos a un lado para intercambiar anécdotas de diversa índole musical. La que contó el profesor (o una de ellas) me llamó especialmente la atención: acudió a un concierto de Kronos Quartet, un cuarteto de cuerda que se caracteriza por realizar versiones de temas del último siglo con esa orquestación. En ese concierto en concreto, tocaban un popurrí (o medley, si nos ponemos estupendos) de canciones de dibujos animados. Estaba claro que no se trataba de algo convencional, y por eso mismo tanto los artistas como el público lograban contener la risa a muy duras penas. O al menos, casi todo el público. Una señora de considerable edad se dio la vuelta, toda airada, y con un gesto muy directo indicó a los que tenían detrás (uno de ellos era mi desafortunado profesor) que se callasen. No parecía comprender que, a pesar de que esos señores iban vestidos de trajes y tocaban instrumentos de una orquesta sinfónica, no tenían el mismo aire de sobriedad que podría tener otro tipo de concierto.

Inmediatamente me acordé de una escena del libro de Patrick Rothfuss, El temor de un hombre sabio, que tiene como protagonista a un joven llamado Kvothe: mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y músico. Y como tal, la novela está plagada de referencias y reflexiones musicales, que adornan el increíble entramado del mundo de fantasía de esta obra. Así pues, copio aquí una de ellas, que aunque es un poco larga merece mucho la pena pensar en ella. No añadiré nada más después, pues considero que, tras la lectura, todo lo que pudiese decir sería inutil. Os dejo con Kvothe.





Le arranqué dos notas punteadas al laúd y observé que el público se inclinaba hacia mí. 



Acaricié una cuerda, la afiné ligeramente y empecé a tocar. Cuando solo habían sonado 

unas pocas notas, todos sabían ya qué canción iban a escuchar. 

Era «El manso». Una canción que los pastores llevan diez mil años silbando. La más sencilla 

de las melodías sencillas. Una canción que cualquiera podría entonar. Un crío. Un majadero. 

Un analfabeto. 

Era, para decirlo sin rodeos, música folclórica. 

Se han escrito un centenar de canciones basadas en la melodía de «El manso». Canciones 

de amor y de guerra. Canciones de humor, tragedia y lujuria. Pero no toqué ninguna de 

esas versiones. No me interesaba la letra, sino la música. Solo la melodía. 

Miré hacía arriba y vi a lord Mandíbula de Cemento junto a Denna, haciendo un ademán 

desdeñoso. Sonreí mientras iba sonsacándole la canción a las cuerdas de mi laúd. 

Pero al poco rato, mi sonrisa fue volviéndose forzada. El sudor empezó a brotar en mi frente. 

Me encorvé sobre el laúd, concentrado en lo que hacían mis manos. Mis dedos corrían, 

danzaban, volaban. 

Toqué con la dureza de una granizada, como un martillo golpeando una pieza de latón. 

Toqué con la suavidad del sol sobre el trigo en otoño, como el tenue temblor de una hoja. Al 

poco rato, empecé a jadear a causa del esfuerzo. Mis labios dibujaban una línea fina y 

descolorida. 

Cuando iba por el estribillo intermedio, sacudí la cabeza para apartarme el cabello de los 

ojos. Unas gotas de sudor salieron despedidas describiendo un arco y salpicaron la madera 

del suelo del escenario. Respiraba hondo, y mi pecho subía y bajaba como un fuelle, 

esforzándose como un caballo que corre hasta el agotamiento. 

La canción inundaba la sala de notas limpias y diáfanas. Estuve a punto de equivocarme 

una vez: el ritmo vaciló apenas un instante... pero me recuperé, seguí adelante y conseguí 

terminar la última frase, pulsando las cuerdas con suavidad y dulzura pese a lo cansados 

que tenía los dedos. 

Entonces, cuando ya era evidente que no podía continuar ni un momento más, resonó el 

último acorde y me derrumbé en la silla, agotado. 

El público me dedicó un aplauso atronador. 

Pero no todo el público. Dispersas por el local, una docena de personas se echó a reír; 

algunos golpeaban las mesas y daban pisotones en el suelo mientras lanzaban gritos de 

júbilo. 

La ovación cesó rápidamente. Hombres y mujeres se quedaron parados con las manos en 

alto, contemplando a aquellos miembros del público que reían en lugar de aplaudir. Algunos 

parecían enojados, y otros, confundidos. Era evidente que muchos se sentían ofendidos, y 

un murmullo de desaprobación empezó a recorrer la sala. 

Antes de que pudiera iniciarse una discusión seria, toqué una sola nota aguda y levanté una 

mano, reclamando de nuevo la atención del público. Todavía no había terminado, ni mucho 

menos. 

Me puse cómodo e hice rodar los hombros. Rasgueé las cuerdas, ajusté la clavija suelta y, 

sin ningún esfuerzo, me puse a tocar mi segunda canción. 

Era un tema de Illien, «Tintatatornin». Dudo que lo hayáis oído. Comparado con las otras 

obras de Illien, es una rareza. En primer lugar, no tiene letra. En segundo lugar, pese a ser 

una canción de amor, no es tan pegadiza ni tan enternecedora como muchas de sus 

melodías más conocidas. 

Pero sobre todo, es condenadamente difícil de tocar. Mi padre la llamaba «la canción más 

bonita jamás escrita para quince dedos». Me hacía tocarla cuando me veía demasiado 

orgulloso de mí mismo y consideraba que necesitaba una dosis de humildad. Baste decir 

que la practicaba con bastante regularidad, a veces más de una vez al día. 

Así que me puse a tocar «Tintatatornin». Me apoyé en el respaldo de la silla, crucé los 

tobillos y me relajé un poco. Mis manos se movían despreocupadamente por las cuerdas. 

Después del primer estribillo, inspiré hondo y di un breve suspiro, como un muchacho 

encerrado en su casa en un día soleado. Mi mirada empezó a pasearse por la estancia, 

aburrida. 

Sin dejar de tocar, me removí en el asiento, buscando una postura cómoda y sin 

encontrarla. Fruncí el ceño, me levanté y miré la silla como sí ella tuviera la culpa. Volví a 

sentarme y me sacudí con expresión de fastidio. 

Mientras hacía todo eso, las diez mil notas de «Tintatatornin» corrían y brincaban. Entre un 

acorde y el siguiente aproveché para rascarme detrás de una oreja. 

Estaba tan metido en mi papel que me dieron ganas de bostezar. Di el bostezo sin 

contenerme, y abrí tanto la boca que estoy seguro de que los que estaban en las primeras 

filas pudieron contarme los dientes. Sacudí la cabeza como si quisiera despejarme, y me 

enjugué los ojos, llorosos, con la manga. 

Entretanto, seguía sonando «Tintatatornin». La enloquecedora armonía y el contrapunto se 

entrelazaban y a ratos se separaban. 

Y todo ello impecable, dulce y fácil cómo respirar. Cuando llegué al final, juntando una 

docena de enredados hilos musicales, no hice ningún floreo. Dejé de tocar, sencillamente, y 

me froté un poco los ojos. Sin crescendo. Sin saludo. Nada. Hice crujir los nudillos 

distraídamente y me incliné hacia delante para guardar el laúd en el estuche. 

Esa vez se oyeron primero las risas. Eran los mismos que se habían reído antes, y silbaban y 

golpeaban las mesas con más estrépito que la vez anterior. Mi gente. Los músicos. 

Abandoné la expresión de aburrimiento y les sonreí con complicidad. 

Momentos después llegaron los aplausos, pero fueron dispersos y titubeantes. Antes de que 

se hubieran encendido las luces, ya se habían disuelto y el murmullo de las discusiones los 

habían absorbido por completo. 

Cuando bajé los escalones, Marie corrió a mi encuentro, con la risa pintada en el rostro. Me 

estrechó la mano y me dio unas palmadas en la espalda. Ella fue la primera, pero muchos la 

siguieron, todos ellos músicos. Antes de que me quedara atrapado, Marie entrelazó su brazo 

con el mío y me guió hasta mi mesa. 

—Caramba, muchacho —dijo Manet—. Aquí eres como un pequeño rey. 

—Pues esto no es nada comparado con la atención que suele recibir —comentó Wilem—. 

Normalmente todavía lo están vitoreando cuando vuelve a la mesa. Las mujeres le hacen 

caídas de ojos y cubren su camino de flores. 

Sim miró alrededor con curiosidad. 

—La reacción de la gente me ha parecido... —buscó una palabra— heterogénea. ¿A qué se 

debe eso? 

—A que nuestro joven Seis Cuerdas es tan afilado que casi se corta —respondió Stanchion, 

que había venido hasta nuestra mesa. 

—¡Vaya! ¿Usted también lo ha notado? —preguntó Manet con aspereza. 

—Calla —dijo Marie—. Ha sido genial. 

Stanchion suspiró y meneó la cabeza. 

—A mí no me importaría saber de qué estáis hablando —dijo Wilem un tanto molesto. 

—Kvothe ha tocado la canción más sencilla del mundo y ha hecho que pareciera que hilaba 

oro con un copo de lino —explicó Marie—. Luego ha cogido un tema musical de verdad, una 

pieza que solo unos pocos de los que están hoy en este local podrían tocar, y ha hecho que 

pareciera tan fácil que se diría que un niño podría tocarla con un silbato. 

—No voy a negar que lo ha hecho con gran habilidad —admitió Stanchion—. El problema es 

cómo lo ha hecho. Los que se han puesto a aplaudir después de la primera canción se 

sienten imbéciles. Piensan que se ha jugado con ellos. 

—Es que eso es lo que ha pasado —dijo Marie—. Un intérprete manipula a su público. Esa es 

la gracia de la broma. 

—A la gente no le gusta que jueguen con ella y hagan chistes a su costa —replicó Stanchion 

—. Es más, le molesta. A nadie le gusta que le hagan bailar al son que otro toca. 

—En realidad —intervino Simmon sonriente—, los hizo bailar con el laúd. 

Todos se volvieron hacia él, y a Simmon se le apagó un poco la sonrisa. 

—¿No lo pilláis? Los hizo bailar. Al son del laúd. —Bajó la vista hacia la mesa, se le borró del 

todo la sonrisa y se puso colorado—. Lo siento. 

Marie soltó una carcajada. 

—Es como si hubiera dos públicos, ¿no? —dijo Manet hablando despacio—. Están los que 

saben suficiente de música para entender el chiste y los que necesitan que les expliquen el 

chiste. 

Marie miró a Manet e hizo un gesto triunfante. 

—Eso es exactamente —le dijo a Stanchion—. Si vienes aquí y no sabes suficiente para 

entender el chiste por ti mismo, te mereces que te regañen un poco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario