domingo, 24 de febrero de 2013

Sin ciencia no hay paraíso


Las ciencias musicales. Puedes soltar ese término como una bomba cerca de cualquier estudiante de, por poner un ejemplo, medicina, y disfrutar como se ahoga en los furores de su propio odio. La mayoría de los académicos de las ciencias naturales no soportan escuchar cómo a cualquier materia se le añade detrás la palabra ciencia, creyendo que nos estamos beneficiando de la importancia de su etiqueta. Nada más lejos. En nuestro caso, se nos puede escapar alguna que otra vez, y desde luego será más por convenio que por cualquier otra cosa. Quién piense que mis argumentos son radicales, que le pregunte a cualquier estudiante de ciencias puras qué piensa sobre que la informática se considere una ciencia. Hay, desde luego, opiniones muy dispares; pero la mayoría tenderá a revelar que no le parece correcto. 

Y sin embargo, por el otro lado, no creo que ningún musicólogo actual se ofenda si alguien le dice que la música "no es una ciencia".

Por partes. "La música", como término, es muy grande. Tan grande como cuatro campos de futbol (está de moda comparar lo grande que es algo con campos de futbol). En mi opinión, si hablamos de acústica, de sonoridad, del temperamento, sería un error decidir que no es una ciencia. Estos temas se acercan más a las matemáticas y a la física que a la historia o a la composición, y estaría totalmente fuera de lugar pensar de otra manera. Si, por el contrario, hablamos de música en ese sentido artístico, que nos sirve para conocer la mejor forma de interpretar una pieza, o descubrir las raíces de todos los estilos musicales existentes, el error radicaría en clasificar tales materias como científicas.

Hace un par de meses comentaba con un profesor de armonía del conservatorio profesional cómo me estaban enseñando contrapunto. Todo vino a colación de un comentario que hice sobre el método de enseñanza, que no me permitía expresar mi creatividad como músico (en el caso de que la hubiese, que quiero creer que sí es así). Dicho profesor averiguó al instante cual era el método con el que me estaban enseñando: el contrapunto por especies. Como compositor contemporáneo que es, expresó su desagrado por tal forma de enseñanza: creía que, aunque se estudiasen las formas clásicas, se debían hacer por otros caminos que daban más pie al estudiante a crear libremente.

Él creía, como yo, que la música era arte y no matemática. Y me di cuenta de que había mucha gente de nuestro gremio que pensaba justamente de la forma contraria: que la música era una ciencia. Pero entonces, ¿no lo sería también la pintura? ¿Y la escultura? ¡Incluso, si derivamos lo suficiente, la historia! ¡Todo es ciencia, nada es arte, y no hay nada que pudiésemos hacer para evitarlo!

Por suerte, mi inquietud no duró mucho tiempo: solo tuve que ponerme los cascos y escuchar algo de música. Entonces me quedó claro: todo dependía del punto de vista. Quien quiera mirar la música como pura matemática, ¡allá ellos! Estoy seguro de que la disfrutarán mucho menos que yo.